Sunday, July 7, 2013

Mi manita

Miro mi puño, mi mano es pequeñita y mis dedos son cortitos y regordetes. Veo tu mano. ¡Es enorme! Tus dedos son tan fuertes y grandes. Es una mano poderosa. Me siento segura cuando esas manos me envuelven. Me encanta que me levantes con esas manos y me lleves directo a tu pecho. Cuando me abrazas me siento protegida.
Algún día seré grande y ojalá fuera como tú. Fuerte, poderosa. Todo lo sabes y todo lo puedes.
Me encanta mirar al mundo desde acá arriba, cuando me cargas, todo se ve pequeño y distante. Nada me puede lastimar ni hacer daño. Aquel perro ladra y ladra pero no me puede alcanzar porque estoy en brazos de papá. Desde acá arriba también veo todas las cosas interesantes que me gustaría probar, tocar, tener. Cuando camino junto a ti no veo nada, todo me queda arriba pero cuando me cargas, veo todo lo que el mundo tiene para mí.
Cuando mi carita pequeña va a lado de tu cara me imagino que soy de tu tamaño y que soy fuerte como tú. Quiero crecer y ser como tú.
Hace tiempo que no me abrazas papá. Hace tiempo que llegas del trabajo y te plantas frente al televisor. Ya no me haces caso y cuando trato de llamar tu atención me dices que me calle. Te extraño tanto papá. Yo sé que ya no me cargas porque peso mucho, pero me encantaría que me dejaras sentar en tus piernas y que me platicaras de las cosas que no entiendo como hacías antes.
Hoy me pediste que me acercara. Mi corazón di un vuelco y corrí hacia ti. Me abrazaste como hace mucho que no hacías. Tus brazos me apretaron fuerte contra tu pecho y me sentí tu niña otra vez. Pero tus manos han empezado a tocarme de una manera distinta, no me gusta cómo me tocas, no me gusta lo que me estás diciendo ¿Por qué me tocas así? ¿Por qué me dices esas cosas papá?

Me liberas. Corro a mi habitación y pongo el seguro. Al otro lado de la puerta escucho tu respiración. No quiero existir.

Saturday, July 6, 2013

Vacío Mortal

Era una cálida tarde de verano. Marisa se preparaba para salir de la oficina. Tenía prisa porque quería aprovechar el tiempo antes de que anocheciera. Atendió una última llamada mientras guardaba algunas cosas en su bolsa. Ordenó los papeles de asuntos pendientes que tendría que revisar el siguiente día. Tomó nota en su agenda electrónica sobre algunas tareas que le estaban encomendando en ese momento. Colgó el teléfono y apagó la computadora. Salió, saco en mano, bolsa en el hombro, las llaves del coche en la otra mano. No quería perder ni un minuto más.

A esa hora el tránsito no era tan pesado, pues la mayoría de las personas salen de la oficina a eso de las 6 p.m. y a penas eran las 3:20 p.m. En cuestión de minutos había dejado atrás la ciudad y en la autopista los kilómetros se miden en canciones.

Entre los árboles frondosos se alcanzaba a ver la Villa donde él seguramente aguardaba ansioso. La sola idea hizo palpitar más rápido su corazón. Antes de tomar la salida que da acceso a la Villa, ella detuvo el auto. Se miró en el espejo y de su bolsa sacó algunos aliados. Se retocó el color de los labios y las mejillas. Cepilló su cabello, luego, cambiando de opinión, lo alborotó con las manos, como si de pronto hubiera notado que despeinada se ve más bella. Lo acomodó, dándole un toque causal. Quería causar la mejor impresión y a la vez simular que aquel encuentro postergado por años no era de la menor importancia.

Marisa respiró hondo. Lanzó una última mirada al espejo de vanidad. Encendió el motor del auto. Mordió su labio inferior como suele hacer cuando está ansiosa. Y continúo lentamente por la calzada bordeada de enormes coníferas. Su prisa anterior contrastaba con la lentitud con que conducía ahora, como si se resistiese a llegar, como si quisiera disfrutar el paisaje, pero en realidad en ese momento Marisa no tenía la menor consciencia sobre su entorno. Lo único que pasaba por su mente era la idea de encontrarse nuevamente con él.

Habían pasado 12 años. Todavía recordaba aquella noche obscura y fría donde lo vio por última vez. Aún siente escalofríos al recordar aquel brillo inusual en la mirada de él, sus ojos húmedos y enrojecidos, el viento que soplaba con fuerza revolviendo sus cabellos. -¡Ya no te amo! -dijo Marisa aquella noche de otoño. Le había mentido y lo había hecho tan bien que casi logra engañarse ella misma. Pablo se quedó paralizado, petrificado por las últimas palabras de Marisa y ella corrió a toda prisa por aquel pasillo largo, que por primera vez le parecía infinito. ¿De quién huía? ¿De él? ¿De ella misma? ¿De su pasado? Ahora que lo piensa se pregunta si acaso es un error volverse a encontrar con él y mira el reloj como si en él fuera a encontrar la respuesta -¿Todavía estoy a tiempo de regresar?

Son las 4:00 pm. Cada vez está más cerca. Ya puede ver la entrada de la Villa donde su pasado la espera. El corazón se le va a salir del pecho. Es tanta su tensión que le duele respirar. Por fin detiene el auto, baja algo aturdida y trata de comunicarse con el valet parking pero todo da vueltas en su cabeza, a penas puede actuar automáticamente. Saca algunas pertenencias y entrega su auto como si la vida se le fuera con él.

Ve como se aleja su bellísimo mustang rojo, su boleto a la seguridad, y siente que le han quitado el piso. Es entonces cuando escucha su nombre: ¡¡¡Marisa!!!!

Su corazón se detiene.

Mira hacia atrás. Pablo está justo en la puerta de la Villa, con una enorme sonrisa, ondeando la mano. Ella todavía no atina a moverse y él se acerca, abriéndose paso entre las personas.

-¡Amor, estás hermosa! – le dice Pablo justo antes de plantarle un beso en los labios, que vino a confundirla aún más. ¿Acaso él no se enteró que habían terminado hace 12 años? ¡Han pasado 12 años! Dos vidas, al menos. Y él la saluda como si hubieran transcurrido 12 horas.

Sonrisa amplia como el cielo. Ella le dice que está igualito, que tiempo no ha pasado por él, que le da mucho gusto volver a verlo. Lo mira como si viera a un fantasma y piensa ¿Qué hago aquí?

Seguramente él está tanto o más nervioso que ella, pues no para de hablar. Le dice que primero irán al bar a tomar algo y más tarde pueden cenar. Ella asiente y se dirigen al interior de la Villa. El lugar es hermoso. Un edificio enorme de piedra, jardines colmados de flores multicolores, grandes extensiones de bosque rodean la Casona que alberga 150 habitaciones del mayor lujo posible, campo de golf, canchas de tenis, gimnasio… Pero a ellos no les interesa nada de eso, están concentrados en su propio encuentro.

Durante el corto trayecto hacia el bar, ella piensa si acaso él la confunde con alguien del departamento de recursos humanos pues Pablo le resume 12 años de su vida en una rápida descripción de estudios, escuelas, trabajos desempeñados, funciones actuales… sólo falta que saqué una copia de su currículum vitae y se lo entregue.

La guía hacia una pequeña mesita en un rincón del bar, se sientan como un par de amantes que ocultan su pasión del mundo. Ella está apoyada sobre la mesa como si quisiera borrar la distancia entre los dos, él continúa hablando apresuradamente de sus logros profesionales: libros publicados, cátedra en la universidad… Marisa quisiera gritar: “¡Cállate! No vine aquí a escuchar tu historia laboral ni académica, estoy aquí para saludar a un viejo amigo”. Pero no lo hace, sigue pasmada. Desde que llegó a la lujosa Villa no ha podido hilar más de tres palabras ni responder más que monosílabos. Cómo podría decir algo, si Pablo no cierra la boca.

Primer sorbo a su coñac y es como si el alma le volviera al cuerpo. Pablo, por fin logra tranquilizarse, se da tiempo para respirar. Marisa sonríe más tranquila, tanta palabrería y la actitud de autosuficiencia de él la tenían bastante incómoda. Se miran a los ojos como solían hacerlo hace más de una década.

-Te  odié, ¿sabes? –Afirma él, tomándola por sorpresa. –Tus últimas palabras todavía retumban en mi mente.

-Debía dejarte, si no me alejaba de ti jamás podría crecer. Tú me protegías y yo dependía de ti. Siempre me alejaba, pero nunca dejaba de volver a ti. Aún hoy después de 12 años, he vuelto a ti.

-Lo sé. Tienes razón, yo no te hubiera dejado crecer. Mi presencia ejercía mucha fuerza sobre ti.

Se quedan en silencio un par de minutos. Luego él le pregunta -¿fue hace 15 años que nos conocimos?

–No -dice ella-. Han pasado ya 17 años. Yo era una niña.

–Éramos unos escuincles, -replica él.

-Para mí, tú eras todo un hombre. Yo sabía que sólo eras mayor dos años, pero te veía como a un adulto, dueño de la situación, yo me sentía como tu hija, como tu niña. Estaba segura a tu lado. Me sentía protegida cuando estábamos juntos.

-Eras mi niña, sigues siendo mi niña. Te protegía, trataba de proteger tu mundo, no quería que nada ni nadie te lastimara.

Y ella sonríe ante la ingenuidad de él. ¡Que nada ni nadie la lastimara! Si ella ya estaba muerta cuando él la encontró por vez primera. Cuando Pablo apareció en su vida ella estaba en agonía, más muerta que viva. Era un fantasma sin fe en el mundo, sin fe en la humanidad. Estaba desnuda en el mundo de la hipocresía. ¿Cómo podría evitarle el dolor que corría por sus venas? Pero de eso él no sabe nada, nunca lo supo y nunca lo adivino. En aquella época, él la miraba como a alguien a quién hay que proteger, como alguien frágil, vulnerable, pero él creía que esa fragilidad se debía a haber vivido en una burbuja de algodón. Y no, no era así. Era todo lo contrario. Ella había crecido en una burbuja que no paraba de girar y en cuyo interior había cristales rotos, clavos enmohecidos, alfileres que penetraban la carne de la niña que alguna vez fue.

-Después de tanto tiempo me doy cuenta que te amo con la misma intensidad. Tú no has cambiado y mis sentimientos por ti tampoco –dijo él.

-¿Cómo puedes decir que no he cambiado si ni siquiera me conoces? Pablo, han pasado casi 20 años y en cinco minutos pretendes saber quién soy. No lo intentes siquiera –se apuró a decir ella bastante contrariada.

-Tenemos que recuperar el tiempo perdido Marisa. Te amo y voy a llenar nuestras vidas de nuevos recuerdos, de nuevas historias de los dos sigue hablanddop.

-Sinceramente cuando accedí a venir a verte no esperaba que te comportaras de esta forma. No hay ningún tiempo perdido. Tengo una vida y no he dejado de vivirla ni un sólo minuto. No creas que el tiempo se detuvo porque no estabas a mi lado. No olvides que fui yo quien se alejó de ti. Necesitaba estar lejos de ti porque me asfixiabas, no me dejabas ser, me presionabas, tú eras quién quería estar a mi lado cada minuto y yo trataba de alejarme de ti cada minuto. Finalmente lo logré y si ahora he vuelto es como un gesto de amistad, no creas que vengo a rendirme a tus pies y que mi vida no ha tenido sentido desde que logré ponerme a salvo de ti.

Pablo la miraba desconcertado. No podía entender las palabras de Marisa. Las oía pero no significaban nada para él porque en medio de su obsesión, ella era todo en su vida. Alguna vez se aferró con todo su ser a ella como si de ella emanara el elixir de vida que a él tanta falta le hacía y cada vez que ella se alejaba de él, era una tragedia personal y creía que moriría de amor, y cuando Marisa por fin desapareció de su vida el sufrió durante años su abandono. Y ahora que la ha encontrado nuevamente ha de aferrarse con todo su ser y ahora con más fuerza porque no quiere volver a perderla.

En su ausencia, Pablo creyó que el enorme vacío en su alma se debía a que Marisa ya no estaba con él y según Pablo, ella era su musa, su droga, su vida… Sin embargo, han pasado tantos años extrañándola, deseándola, que no recuerda que ese vacío vivía en él desde su infancia, desde antes de conocerla. Él espera ahora que ella llene el espacio en su vida, que le dé sentido al sinsentido de su ser, pero eso es algo que sólo puede hacer él. Sólo Pablo es responsable de su vida, de sus emociones, de sus sentimientos. No existe ese ser mágico que vendrá del cielo a rescatarlo del pozo de oscuridad en que vive su alma y lo que es peor, Pablo cree que si le expresa su amor con todas sus fuerza, con exagerada insistencia, ella creera en ese amor y se dará cuenta que nadie más la puede amar de esa manera así que ya no querrá alejarse jamás de él; no obstante, es esa misma insistencia, esas exageradas declaraciones de amor, las que harán que Marisa corra en dirección contraria y se arrepienta por haber accedido verlo una vez más.

-Ya basta Pablo, quita esa mirada –exige Marisa.

-No puedo, te amo y me maravilla poder estar aquí, frente a ti, hundirme una vez más en la profundidad de tus ojos, escuchar tu voz, tocar tu mano –Pablo estiró su brazo hasta alcanzar la mano de Marisa sobre la mesa.

Ella retiró su mano y se reclinó hacia atrás en la silla mientras un repentino sentimiento de odio mezclado con desprecio invadió su pecho y subió hasta su cabeza. De pronto recordó todas las veces que caminó varias cuadras de más para evitar pasar por donde sabía que él estaría esperándola; solía cambiar su hábitos, horarios y rutinas sólo para evitarlo, para desconcertarlo, para que él no pudiera encontrarla, pero él casi siempre la encontraba porque no tenía otra cosa más que hacer que perseguirla y mientras ella recordaba aquellos días volvió a sentir las nauseas que él le provocaba con su eterna persecución.

-Debo irme. Esto no es lo que esperaba y no me interesa escuchar lo que tienes que decir. Adiós Pablo –pronunció mientras se ponía de pie.

-No te vayas mi amor, no te perderé de nuevo. Te amo mi vida, mi niña amada –decía Pablo con tono lastimero, por sus ojos se asomó una lágrima.

-Basta Pablo, estoy cansada de tus lágrimas falsas, de tu amor enfermizo, no quiero tener esto en mi vida, te dejé antes e hice bien. En verdad me equivoqué viniendo esta tarde –tomó su bolsa y se encaminó a la salida.


Pablo corrió tras ella. No estaba dispuesto a dejarla ir esta vez y ahora que sabía cómo encontrarla haría todo lo posible para entrar en su vida, el hecho de estar casado, de tener una familia, no lo detendría. Ya no podía pensar claramente, ahora su vida tenía un objetivo: Marisa. 

Con el alma desquebrajada

La niña salió de su recámara con la pijama puesta y todavía medio adormilada. Le preguntó a su papá, que miraba el televisor, dónde estaba su mamá –fue con tu hermano al museo- contestó él. Al hermano le habían dejando de tarea visitar el museo Rufino Tamayo y normalmente era la mamá quien lo acompañaba en esos casos.

La niña se acercó a la mesa en busca de algo para desayunar y miró dentro de la bolsa del pan. Estaba vacía, sólo quedaban migajas. Sobre la mesa quedaban trastes sucios: la taza de plástico donde el papá tomaba todas las mañanas y todas las noches medio litro de café con leche. Debajo de la taza, un plato pastelero de manzanita. Era un plato blanco de plástico con una manzana roja pintada a mano. También estaba un plato rojo de plástico, de esos que existían desde hace años en su casa y en casa de su abuelita.

Sólo evidencias de que la familia había desayunado, pero nada para que ella desayunara.

El papá se levantó del sillón y fue a la ventana a fumar como era su costumbre. Según él así no molestaba a nadie con su humo, pero sólo se hacía tonto, porque el humo del cigarro siempre se metía e invadía la pequeña estancia, obligando a los presentes a tragarse andanadas de aquel humo asesino.

Cuando terminó el cigarro volteó hacia su hija y la llamó con palabras cariñosas. La niña se acercó a él y lo abrazó cariñosamente. Mientras él le hablaba al oído, la tomó por los hombros y la giró hacia la ventana. Ella quedó de espalda a él. El hombre de 1.80 metros de estatura y unos ochenta y tantos kilos de peso la tomó con fuerza por la cintura. Mientras seguía profiriendo palabras lascivas en el oído de la niña que quedó petrificada por el miedo.

El padre empezó a sobar sus pechos, a frotarlos con lujuria… Ella a penas podía respirar. No se atrevía a moverse, el miedo la mantenía atada de manos y pies. Sus ojos se clavaron en el breve espacio entre aquellos dos libreros que se encontraban a su derecha. Desde su posición alcanzaba a ver un trío de arañas patonas, sucios testigos del momento en que su alma se desquebrajó como un plato de barro mal horneado.

Él metió sus enormes manos bajo el pijama y la niña cruzó sus delgados brazos sobre su pecho, los apretó a su cuerpo con todas sus fuerzas tratando de evitar que sus manos pasaran por debajo de delgada tela azul que la cubría. Cerró los ojos con fuerza y en silencio suplicó: -Dios, detenlo, detenlo por favor. Haz que pare, Dios mío.

Nadie escuchó sus súplicas…

Una vez en su recámara, la niña se encerró y puso el seguro. Se colocó contra la puerta tratando de servir de palanca para que él no la pudiera abrir. Con las palmas de las manos y la frente apoyadas contra la puerta y las plantas de los pies fijas con todas sus fuerzas contra el piso, ella trataba de evitar lo que ya no se podría borrar jamás.

Afuera la respiración entrecortada de él y el sonido de sus pasos le indicaban a la niña que él no se despegaba de la puerta. Daba vueltas en el metro cuadrado que se ubicaba fuera de la habitación. ¿Qué quería? ¿Qué más buscaba?

La niña deseaba darse un baño pero no podía salir de aquel cuarto que a partir de ese día se convirtió en su prisión y lo más cercano a un refugio que ella conocía. Su madre no llegaba y ella pensaba que cuando mamá llegara podría salir libre y dirigirse a la regadera, pero si mamá llegaba y la encontraba tan tarde, en pijama y sin bañar se enojaría mucho con ella. Decirle lo que ocurrió… ni pensarlo. Mamá nunca la prefirió, de hecho, todo el tiempo le recordaba que no había sido bienvenida a la familia, así que contarle una historia como la ocurrida aquella mañana de domingo sería firmar una sentencia de odio desmedido y eterno que la perseguiría por la eternidad para castigarla por su infamia. –Si mi mamá se entera seguro me echará de la casa– pensó la niña.

La pequeña estaba en una encrucijada, todo lo que hiciera se revertiría en su contra. Pensaba en todas las posibilidades, aferrada a aquella puerta fría y entretanto su mente se encargaba de hacer el trabajo sucio: ocultar las evidencias, esconder las imágenes, borrar aquella mañana…


A partir de aquel momento, la niña cargaría con un cúmulo de sentimientos que no entendía, que la paralizaban; cargaría con un miedo atroz a aquellas arañas que amenazan a cada instante con revelarle la verdad oculta con tanto esmero; cargaría con el secreto, con el olvido y el hilo invisible que se ata a los recuerdos por detrás de la conciencia; cargaría con los pedazos de su alma y de su cordura con la esperanza de poder unir las piezas algún día y llevaría dentro un frío que carcome los huesos y que jamás podrá sacarse de dentro.